Opinión - La trastienda

OPINIÓN: “El Cristo de la Ardila” – ‘La trastienda’

Digamos que por pellizquito al
alma no podía obviarlo. Digamos que en memoria de aquel espíritu cofrade
infantil, que se emocionó al saberse parte de algo que acababa de nacer.
Digamos que me apetecía.

El mundo de las hermandades, tan
dado a guardar secretos hasta el momento preciso, lo hizo público desde la más
alta institución que las aglutina: su Consejo Local. Pregonero y cartelista saltaron,
como sin quererlo, a los vientos de esta tierra. El padre Pedro Enrique García Díaz y el artista Juan Pérez Bey, uno desde el atril y el otro desde el lienzo, serán
los encargados de glosar entre letras y pinceladas cómo ven ellos la Semana Santa isleña. Mi más
sincera felicitación a ambos desde este modesto rinconcito en Islapasión, y
mucho temple para afrontar el compromiso de exaltar, cada cuál a su ser, la
celebración de los sentidos y los sentimientos.

En este caso, y sepan disculparme
por no enfatizar más en quienes recaen el peso de proclamar nuestra Semana
Mayor, no puedo evitar sentir y demostrar una gran satisfacción al saber que el
Santísimo Cristo de la Humildad y Paciencia
será a quien se eleven las oraciones del Vía Crucis.

Hace más de un cuarto de siglo,
cuando La Ardila
se consideraba un terreno difícil y los que vivíamos más allá del Carmen la
encontrábamos en el otro rincón del mundo,
se acercó en el sigilo de los quehaceres aquella Junta Pro-cultos que
encabezaba el recordado Pedro Burgos.

Tuve la suerte de formar parte de
su primera Junta Auxiliar con apenas once años. Viví aquella época de recoger
pan duro para venderlo por las vaquerizas que se encontraban por la carretera
de Camposoto, Gallineras o la Casería. Recuerdo con claridad las reuniones
sabatinas, en las aulas donde se impartían las catequesis, a horas donde otros
niños estaban con el bocadillo de pan con chocolate entre las manos.

No se me olvidan las ganas por
hacer las cosas.

– ¿El Misterio tendrá solo la
imagen del Cristo o le acompañará un romano?

De aquel maratón de fútbol sala
en el colegio Arquitecto Leoz para recoger fondos, que terminó con la amanecida
de un domingo. De cuando, en una habitación de aquel mismo centro educativo,
contemplamos la primera talla de la
Virgen de las Penas. De acudir, de la mano de mi padre -también
miembro de aquellos primeros sueños- a contemplar sobre la mesa de la que se
tenía como “sala de juntas”, en la planta noble de los salones parroquiales, la
que sería la enseña oficial de la futura hermandad: una aterciopelada tela azul
con una cruz blanca que la cruzaba, con el emblema de la corporación resaltando
en el centro. Del primer Vía Crucis parroquial, una fría noche de cuaresma del
año 1987 –si la memoria no me falla-. De los primeros cultos cuaresmales,
donde, para la función principal, nos faltó carbón para quemar incienso, y
acudí al almacén de mi querida hermandad del Ecce Homo a solicitarle a su
eterno mayordomo, Salvador Lemaistre, algunas pastillas del crepitante mineral.
Del primer Rosario de la Aurora
una extraña mañana de domingo en mayo.

Evoco con nostalgia al
incombustible Antoñito, al siempre servicial y atento a solventar  cualquier incidencia –caja de herramientas en
mano- Juan Ferrer,  a Pepin, a Valverde,
a Parazuelo, a Busatti, a Louzado, a Javi Cámara, a Vinelli, al Gallego, a Félix, a Eugenio el sacristán,
o a Manolito…

Inolvidables esas postulaciones
con una cuartilla fotocopiada, solo con el busto del Cristo, y las caras de los
que nos abrían cuando les interpelábamos aquello de:

Postulando para la hermandad de Humildad y Paciencia

¿De dónde? ¿Pero esa procesión
sale en San Fernando?
–a  lo que,
acto seguido, venía una sonora y estridente llamada del interior de la
vivienda, que olía a café recién hecho, preguntando quién era a esas horas de
la tarde, y como respuesta obtenía…

Que vienen apostulando para la
hermandad de la Humanidad
y Paciencia, Chari.

En fin. Imagínense.

La primera salida fue una prueba
de fuego. En la iglesia ciento y pocos penitentes, que estábamos allí desde las
dos de la tarde, con un calor que hacía que los cartones pareciesen de galleta
mojada en leche. De fondo, a modo de pasacalles, sonaba aquel inconfundible ´titotitotito´ cornetero isleño, que
traía la bazanera y ceniza (por su uniforme) banda del Gran Poder. En la
entrada al templo podían verse unos raíles que permitirían al paso salvar la
poca altura que tenía. Éramos pobres, ¡pero qué ingenio había!

Al poco, recién iniciada la
sobremesa, con uno de los itinerarios más extensos –sino el que más- por
delante, sonaban los acordes de la marcha real, y las antiguas andas de la
cofradía crucera del Cristo retornaban a las calles isleñas. Por delante un
camino arduo. Horas de novedades. Metros de dudas hasta regresar, de nuevo, a
su barrio.

Qué fácil es dar, de repente, un
salto en el tiempo. Me apetecía, como ya dije.

Quería rememorar para comprender
que ya tocaba. Que en el Domingo de Ramos no eres el nuevo, que te ansían tus fieles por Sacramento. Ya no tienes que
ganarte las devociones. Ya no hueles a pátina recién impregnada por la mano de
quien te esculpió, imaginándote sentado esperando con la cruz del miedo. Tu
rostro exhausto está grabado para el devoto isleño. Tu mano tendida al suelo es
tesoro para quien busca la imagen, queriéndote ver rozar el cáliz conforto que
porta el ángel cirineo. Sí, sí. No me he vuelto loco. No me confundo cambiando
los tornos. Deseaba recordar para entender que ya la espera finalizaba.

Casi treinta años has esperado.
Silente, humilde, paciente. Pero todo llega. Y si el pregón se declama, se
describe o se reza. Si el cartel se traza o se impresiona un momento de pasada
belleza, Tú eres, Cristo de la Ardila, el papel del
pregonero y el tapiz del artista.