Opinión - La trastienda

OPINIÓN: «Donde nace el pregonero» – ‘La trastienda’

Me comentaba hace unos días un maestro
en esto del arte de escribir -periodista del ABC de Sevilla-, don Fernando
Carrasco
, que todo cofrade tiene guardado un pregón.

Quizás ese pellizquito de magia del
que artesanos de maderas y metales, ya sean músicos, tallistas u orfebres, o
ese don de la filigrana en oros o platas sobre tapices de sedas que los
bordadores poseen, nos haya tocado al resto de mortales que nos movemos en este
mundo de sensaciones que es el, mal y socarronamente  llamado, de
los capillitas
(palabro horribilis).

Leyendo y releyendo noticias que
informaban sobre las novedades que la Cuaresma trae en forma de conciertos,
actos cultuales y presentaciones variopintas, vi una imagen. Una estampa de
esas que llaman al alma de quienes nos sentimosorgullosos continuadores
de una tradición que, algunos, parecen llevarla en vena.

En los brazos de un hombre -sostenido
como solo soporta el cariño-, un bebé jugaba con el cordón que le colgaba del
curtido cuello de quien supuse era el padre, y del que pendía el escudo de su
hermandad de toda la vida.

Como viene siendo defecto en mí desde
hace algún tiempo, abrí mi libreta y me puse a escribir, porque esa escena
conmovió mi espíritu, pues la he vivido.

Duerme
tranquilo en un carro, arrullado por sábanas de un cielo albo. Entre los
algodones de un trono niquelado suspira, sonríe de soslayo, y asoma su pulgar
entre sus labios encarnados.

Su
corazón acompasado, redoblando – ¡Pom pom pom pompom!-, y el aire de sus
pulmones sale racheado, al ritmo del tambor que en su pecho está palpitando.

Duerme
tranquilo. Endiosado. No le pesa este mundo pesado, no tiene mayor pena que la
de no ser acunado. Acunado se calma, y la calma se tensa si en aquél paso plateado
no hay
mecío aliviado.

Sus
ojos titubean ante un sol de abril entusiasmado. Regado de fragancias, de
calles perfumadas por flores de hojas blancas y cáliz dorado que rocía entre
vientos aromas que dejan embriagado.

Duerme
tranquilo, acostado entre paredes sedosas que lo tienen amurallado; pelea con
sus pies descalzos, empujando el faldón blanco que cubre su cuerpo rosado.

Oteando
aquél cielo de tela encalado -casi inmaculado-, entre tersas hebras acostado,
se palpa en su pecho el fervor paterno inculcado: medalla que es concha de
recién bautizado.

Duerme
tranquilo, entre cuentas de un rosario que son las letras de su nombre bordado;
cada hilado una oración, cada puntada un canto, cada fruncido un
«Dios te salve» que su madre rezó soñándolo.

Con
aquél
mecío acompasado, que lo llevan casi
volando, el querubín cierra los ojos con sus manos posando sobre aquella
ofrenda de metal que le habían regalado.

Quise concluir
con aquél sueño imaginado, pero me faltaba algo.

Claro que
faltaba…  

Porque aquello a
mí me sonaba a nana, aunque solo pretendía describir lo que aquél cuadro me
impresionó. Y recordé a mi esposa, acunando a mi hijo mayor con solo meses de
vida, empujada por la suave fuerza de “Caridad del Guadalquivir” sonando
de fondo, agarrándolo con ese amor del que solo ellas son capaces, y mi lápiz describió aquél momento grabado a fuego.

«Duérmete mi niño. Descansa mi
angelito. Que ni las cornetas ni la voz de mando de un capataz por cuarenta
hombres consentido, turben tus sueños benditos.

Duérmete
mi vida, entre olores a nardos, claveles, incienso, y
no
sueltes
la fe que tu padre te ha
impuesto, que en tus sueños tiene los suyos de cofrade puestos.

Duérmete
mi cielo, que en el devenir del tiempo, en tus
hondos recuerdos, no te serán
extraños estos
versos de percusión y viento, ni
los perfumes que huelen a sentimientos”.

No sé, don Fernando, quizás
no le falte a usted razón; aunque ya sabe, no todos los pregones se pueden
decir a viva voz.