Opinión - La trastienda

OPINIÓN: “Genio y figura (A Salvador Lemaistre)” – ‘La trastienda’

Revisando antiguos boletines que conservo en
mi casa, y alejado del servicio activocomo cofrade, pasando a un
papel menos relevante como tal, uno observa con nostalgia tiempos que no
volverán y se sonríe ante ciertas eventualidades de aquellos días que fueron
una parte esencial de mi vida.

El mundo de las hermandades es un lugar de
luces y sombras en el que, con el paso del tiempo, casi todo pasa a ser sol; y
cuando te reencuentras con lo vivido, retomas los viejos momentos y los
disfrutas con ansias, olvidando que quizás aquella copa que vuelves a degustar
contiene algún amargor. Es una especie de amnesia
voluntaria
, que ojalá no fuese tan transitoria para otras muchas causas.

¿A cuento de qué este discurrir? Pues esta dilucidación viene dada por una noticia que apareció en
este mismo medio y que, por carta, me llegó personalmente, como cofrade que soy
de la hermandad del Ecce Homo: la
propuesta de nombramiento de Salvador
Lemaistre Otero
como Mayordomo de
Honor
de la citada corporación.

Si mal no recuerdo, Salvador lleva en la
cofradía desde principios de los setenta, involucrado desde sus inicios. Son más
de cuarenta años de dedicación. Se dice pronto.

Casi medio siglo donde ha creado un sello como
Mayordomo; una línea difícil de
borrar, porque está labrada en la historia de la hermandad con el mismo buril
con el que suele trabajar. Pocos de los que han compartido labores con él,
dentro de la función que ahora se le quiere reconocer meritoriamente, han sido
capaces de seguir su ritmo: pausado pero constante. Pocos han logrado
comprender su carácter, y menos aún llevarle la contraria en el campo que mejor
domina, situado tras la doble puerta que separa la Casahermandad
de aquél lugar donde todo tiene una liturgia, un protocolo y un porqué que no se puede modificar tras
una tradición de cuatro décadas.

Lo recuerdo, apenas contaba yo siete años, en
los días donde se repartían las túnicas en el viejo almacén, mientras aguardaba
oír mi número, escrito con rotulador negro o rojo que había ido a solicitar
antes de las seis de la tarde; me apoyaba en las marrones maderas de la vetusta
puerta que daba a la calle Daniel González, y observaba el ritual de las cajas
grises con su preciado contenido de tela blanca. Aquél hombre de gesto serio
que tomaba la talla con una vara de medir hecha de madera, parecía que fuese a
llamarte la atención si solo intentabas reírte mientras te tallaba.

Así conocí a Salvador, y de tal manera lo
concibo hoy aún.

Refunfuñando, de gesto adusto, de costumbres
consagradas a la hora de hacer las cosas, de caminar entre lo bohemio y lo
ausente, de silencios que pueden decir mucho más que un libro, de mirada
penetrante, de manos hacendosas, de habilidades artesanas y matemáticas, de
radio con música clásica sobre una eternizada mesa de trabajo de carpintero con
más golpes dados que un saco de boxeo, de traje claro con reflejos dorados de
corona y caña en la solapa y bandera de paso rendida ante el Altísimo; de paciencia
sublime con paño y limpiaplata de
varales sin palio, de insospechado camarero en su caseta de la feria, de
cigarro humeante y ojos encogidos mientras algo sopesa, de exigente y
participante guía en el montaje del besapié o besamanos, de nervios a flor de
piel la noche del Domingo de Ramos, de engañosa calma la mañana del Lunes
Santo, de toque con guante blanco: “¡Van dos…! ¡Toca!”  Y el tercer golpe del llamador suena a oración
bajo el antifaz albo; de ilusiones que saben a larga espera, de Casa de
Hermandad abierta sin importar horarios ni días y siempre un algo que hacer.

Así más de cuarenta años.

Me da igual si se enfada conmigo por esto que
aquí escribo, que quien no lo conozca que lo compre -que diría un bueno amigo-,
pero a esto me refiero con lo que antes comentaba en el inicio de este
artículo. Lo de la amnesia.

Tras compartir años de convivencia como
miembro, primero de la Junta Auxiliar
y posteriormente del Grupo Joven y de la Junta de Gobierno, de mi querida hermandad del Ecce Homo, no pocas veces he dudado del
porqué de su forma de ser, para mí comparable con uno de esos personajes de la
literatura romántica, que lo mismo es capaz de enamorarte que de entristecerte.
Una persona reservada, de palabras concisas y de actos o actitudes que, en
ocasiones, pueden parecen incomprensibles.

En este año, cuando mi hermandad cumple
sesenta -¡Madre mía, cómo pasa el tiempo! Y aún recuerdo los fastos del
cincuenta aniversario…-, se ha propuesto conceder, como hacía años que no sucedía,
un cargo honorífico dentro de su seno. Un reconocimiento justo a la labor
callada, al empeño sin horas, al servicio constante, a sus más catorce mil
seiscientos días de dedicación casi ininterrumpida a su hermandad.

Quienes lo conocemos, y sabemos de su
incontestable valor, estoy convencido que todos nos alegramos de esta propuesta
por parte de los rectores de la fraternidad pastoreña del Lunes Santo, porque
como decía un querido y añorado hermano que compartió con Salvador muchos
momentos en las labores del buen hacer para con el patrimonio material de la
hermandad, mi nunca olvidado Antonio
Galán
Nieto:

“Chiquillo,
tú no le hagas mucho caso cuando se ponga malage, ¿no ves que es genio y
figura?”