OPINIÓN: “Semblanzas cofrades (XII): Miércoles de Cenizas” – ‘La trastienda’
Acababa de salir del colegio con la frente tiznada. Un negruzco manchurrón que no se me ocurría limpiarlo porque el padre Escalona nos dijo que eso ni se toca porque es, ni más ni menos, que esencia del cristianismo. Algo de que he de morir y que renaceré. O algo así.
Por la calle, de repente, de la mañana a la tarde, de manera literal, algo ha cambiado en la ciudad. De los hornos de La Mallorquina, de La Victoria, de la confitería El Carmen, de La Estrella por Hernán Cortés, en El Arqueño —que hace poco han reinaugurado frente a la Alameda— ha empezado a salir un aroma inconfundible a canela y clavo y en sus mostradores se confunden las tradiciones: a un lado las estrelladas tortas de Carnaval y a otro roscos de Semana Santa. Pasa lo mismo por los escaparates de los comercios; mientras aún se pregona que don Carnal sigue paseando por entre las ganas del pueblo la cartelería de triduos, quinarios, septenarios se propagan a un ritmo tan frenético que al paseante no le da tiempo de digerir que hemos pasado de los polvorones a las erizadas y de ahí a las torrijas sin darse cuenta.
Disfraces, brillantes bombines de lentejuelas, pelucas de payaso, bolsas con papelillos, paquetes de serpentinas aún en las estanterías de La Perla y a modo de reclamo un cartelón que reza: «Se hacen capirotes».
«Se hacen capirotes» era la llamada gráfica formal, por si alguien andaba despistado, de lo que ese mismo día acababa de anunciarse.
Camino de casa de mis abuelos, como hacía cada mediodía al salir del Liceo, pasé por delante de aquel vetusto portalón de oscura madera, hacia el inicio de la calle Daniel González desde la de Santo Domingo, donde se ajustaba en su parte superior un blanco cartelón plastificado: «Reparto de túnicas». Quinientas pesetas este año. Qué sensación tan… ¿extraña? ¿Curiosa? Quedaba aún por disfrutar de la cabalgata de Carnaval el próximo domingo y todo a mi alrededor eran devociones encontradas; porque este, por supuesto, también tiene devotos.
Todo en una sola mañana. Desde la antigua perfumería Ruiz en la calle Rosario —ay, calle Rosario— un intenso olor a incienso que, según hiciese levante o poniente, impregnaba bien toda Rosario hasta la misma Caja de Ahorros de Cádiz o se disipaba por Colón en dirección a La Diana. En la mercería Aragón, paradigma del marketing de las celebraciones isleñas, aparecían en una decoración tan precisa como atractiva peinetas, guantes blancos y negros, veneras, pasos en miniatura… Y justo al lado, en El Pescaíto, se preparaban para la erizada, ostionada o lo que correspondiese que, a ritmo del tres por cuatro, el próximo fin de semana pondría el broche de oro a la caja carnavalesca del comercio.
Aquello del esto ya está aquí se empezaba a oír en los círculos cofrades. Los ensayos de pasos en las noches comenzaron a hacerse más habituales y por las callejuelas de los viejos barrios y barriadas, a horas poco habituales, se oían marchas procesionales en radiocasetes situados de manera oportuna sobre desnudas parihuelas con pesados sacos sobre estas. Dicen que este año por la Ardila también resuenan. En las puertas de los almacenes de las hermandades se agolpaban niños y no tan niños con una paciencia desesperada con un número en la mano y desde dentro de estos salían un particular olor a naftalina. El sábado en la Iglesia Mayor la banda de la academia del Nazareno se estrena.
Era Miércoles de Cenizas. Había empezado la cuenta atrás y la ciudad, aún con las coplas calientes, lo sabía.