OPINIÓN: “Rancios por un día” – ‘Fajin de esparto’
Llegó una nueva cuaresma y desempolvamos el fajín de esparto, ese que ha estado silente desde hace meses entrenando esa cada vez más perdida virtud de escuchar o leer a los que tienen más cosas que aportar que uno.
Y lo hacemos para abrir el corazón y mostrar nuestros sentimientos con respecto a lo vivido el pasado lunes. Hay quién llega al mundo de las cofradías porque un día se acerca a la iglesia y se encuentra con el Señor o la Santísima Virgen y cruzan sus miradas y desde ese día hay algo, se enciende una mecha que hace que su fe se alimente desde ese momento a través de una hermandad; hay quienes llegan a las cofradías porque esto mismo le pasó un día de Semana Santa viendo desde la acera tal o cual paso; y hay quienes son fruto del legado transmitido por la fe familiar. Y en ese último grupo me encuentro como mucho de los cofrades que están leyendo estas palabras. Nuestro amor por los titulares de la hermandad se debe a nuestros mayores, a esa semilla que fue creciendo poco a poco al mirarnos al espejo de esos que tenemos como referentes en esto de las cofradías y que, además de uno o dos apellidos, supusieron llevarnos de la mano para -sin prisa pero sin pausa y de forma natural- irnos enseñando como se puede seguir los pasos de Jesús el Nazareno teniendo a una escultura de madera como referente y nexo de unión con la divinidad.
Y ¿por qué todo esto? Porque las hermandades de pila de bautismo no las eliges, y su idiosincrasia están por encima de tus gustos estéticos personales. Con la edad, o quizás desde siempre, uno se ha hecho cada vez más rancio; disfruta con un paso en silencio escuchando el rachear de los que van abajo o con ese palio de líneas rectas que ves venir y dejas ir en un abrir y cerrar de ojos escuchando esas marchas clásicas que desde pequeño sonaban en el toca disco. Disfrutas más con un crucificado o un nazareno que anda valiente con el simple acompañamiento de un trío de viento que con un misterio haciendo cambios al son de Eternidad.
Pero, sin embargo, a uno le tocó –y bendita lotería- vivir y desarrollar su religiosidad en el seno de una cofradía de carácter populoso, en la antagonía de lo que podemos considerar una hermandad rancia. El alboroto de las primeras secciones, la sonrisa inocente de los monaguillos, la anarquía controlada de una bulla o los colores vivos de una túnica trascienden del día de la estación de penitencia y en una hermandad de barrio la fe se vive desde otra perspectiva, hasta a la Santísima Virgen la vemos “diferente” cuando llega noviembre y se atavía de luto.
Para aquellos que en sus reglas tienen como culto externo anual el rezo del Via Crucis, presidir el general, el que aglutina a todas las hermandades y da el pistoletazo de salida a la cuaresma, quizás no tenga una relevancia especial. Pero os aseguro que lo del pasado lunes con el Señor del Huerto, a los que formamos parte de esta hermandad nos “recargó el depósito de energía cofrade”, nos reencontró con la esencia, con la grandeza de la sencillez, con el aplauso del silencio. Lógicamente el público que va a presenciar el traslado en andas con motivo del Via Crucis no es el mismo público que el que participa de la “cabalgata de santos” en Semana Santa. Pero también es cierto, que entorno al Señor del Huerto se congregaron en determinadas calles más público que a la misma hora viendo pasar procesiones. Y hubo una comunión entre cofradía y público que demostró saber estar, dosis de madurez cofrade para respetar y hacerse respetar.
El pasado lunes muchos experimentamos lo soñado cada vez que presenciamos desde la acera el cortejo de una hermandad de negro. Nos imaginamos que nuestro traje chaqueta se transformaba en túnica de ruan y en nuestra mano caía una cola larga. Y supimos saborear el silencio que reinó en la plazoleta de la Pastora al escuchar la adaptación a capilla musical de la marcha que cada domingo de pasión debiera abrir el pregón de la Semana Santa por ser la más sonada allende el puente Zuazo…, o viendo como el amplio cortejo de hermanos que antecedía al Señor del Huerto miraban al frente, con niños de trece años teniendo la madurez suficiente para demostrar que en nuestra cofradía también podemos ser rancios por un día. Y creo, sinceramente, que se supo transmitir compostura, seriedad y dosis de sobriedad, contagiando silencio a todo el que se acercó; algo que precisamente no vamos sobrados en San Fernando; y que especialmente queda retratado cuando por desgracia se aplaude una saeta cantada a un crucificado o simplemente no se respeta al cortejo de una hermandad de negro con los chascarridos de conversaciones banales en las aceras.
Fuimos rancios por un día y ¡qué glorioso día el que vivimos!