Fueron
siempre la retaguardia, las pacientes, las sufridoras, las que acompañaban con elegido
silencio, las que asentían a nuestras emociones y las que respondían
aprestándonos las manos cuando buscábamos expresar en un inconsciente apretón
con las nuestras alguna sensación imposible de explicar.
En
mi casa fueron de las que, cuando llegaban las frenéticas fechas que ahora
mismo vivimos, tenían dispuestos trajes y camisas impecables; de las que sabían
de los almuerzos y las cenas frugales y te preparaban, en los días donde ya no
aparecerías más que un par de veces, platos concisos con cantidades justas y
sabrosas de sustento. Y como en la mía, por lo que conocía de entre mis
amistades, en otros hogares se vivía la misma intensidad con rituales más o
menos similares.
Ellas
eran las que, en los ensayos a horas y deshoras de los cargadores caminaban, a
modo de penitencial simulacro, tras las andas tan llenas de sudorosa virilidad
al mismo compas que el radiocasete marcaba los ritmos, con la sudadera del
abnegado novio, hermano o amigo recogida en sus antebrazos. O solían ser, en aquellos
ensayos con el frío noctámbulo de marzo tiritándoles por el cuerpo, quienes acudían,
también como insospechado público, a aquellas otras probaturas a golpe de Do-Re
en el inhóspito paisaje de algún descampado.
Cuando
las juntas auxiliares aún se dividían por sexos, ellas eran las que tenían a su
cargo las labores más, digamos, primorosas, delicadas o como quieran
llamarlas, lo que no quitaba que se equiparara en poderío a sus homónimos
masculinos y en las tareas encomendadas a ellos que, por costumbre, solían
enmarcarse en determinadas circunstancias en algunas más físicas.
De
alguna forma, y esto es así, otrora existía la impresión de que la mujer no
estaba interesada en el mundo cofrade o, quizás, el mundo cofrade tan solo era,
como rezaba aquel anuncio del Soberano, «cosas de hombres». Ellas, en
aquellos replant[e]ados años de una nueva mentalidad social, seguían siendo el
soporte o, retomemos, quienes les aguantaban las obligaciones que ellos se
habían echado a la espalda como parte de esta forma de vida.
Los
años de las secciones de hermanos y secciones de hermanas; de
existir divisiones hasta en las túnicas; de los cabildos extraordinarios para
la incorporación plena de ellas en las hermandades. Recordemos que, hasta no
hace tanto, se daban casos de reglas estrictas hasta en eso. La venerabilidad,
por antigüedad en este caso, de algunas corporaciones no permitían su acceso
pleno a la participación o, incluso, a tener que realizar su estación
penitencial diferenciándose ya sea por el color de la túnica o por ir acompañando
al palio, o con ambas circunstancias. A partir de mediados de los años setenta,
fue Ecce Homo quien ya admitiera que sus hermanas procesionaran con hábito el
Lunes Santo hasta que, ya en este siglo, se determinase que no existieran
distinciones de ningún tipo.
Desde
los noventa los cambios en las cofradías no solo repercutieron en exornos,
restauraciones, novedades en lo estético, renovaciones generacionales…, si bien
es cierto que estas últimas contribuyeron a favorecer, por derecho propio, la
presencia efectiva de la mujer cofrade; muestra de ello fue María del Carmen Márquez
Delgado, la primera hermana mayor de La Isla, en la hermandad del Silencio; Esperanza
Fernández Aranda en Servitas o, por llegar a ejemplos más actuales, con Ana
María Ortiz Benítez en la del Rocío. O la aparición de la primera cargadora, en
la hermandad de los Desamparados. Al menos, que se sepa y existan constancia en
los viejos archivos de nuestras corporaciones que contradigan estas
referencias. Y oigan, y discúlpenme esta concesión, nada que ver con aquella
frase tan manida y despectiva de mujer al volante…
Ellas,
camaristas. Vestidoras de excepción y
conocedoras de la intimidad que se oculta bajo una saya, un tocado, un
rostrillo.
Ellas,
bordadoras en petit comité. Inasequibles colaboradoras en juntas de
damas —aquellas cuya edad media era, casi siempre, superior a los… ¡Perdón,
perdón!— donde se desprendían en favores
y fervores.
Ellas,
mantillas. Elegancia y tradición. Escenas detenida de la fe y del respeto
hechas hembras.
Ellas,
continuadoras. Las veo llegar, con ese donaire que solo tienen las madres. Con
ese don para apaciguar los nervios con los que los niños alimentan su vitalidad
y desgasta la de los padres. Ellas, espejo y reflejo de la actualizada versión
pasionista de María Santísima.
Ellas,
siempre ahí. Omnipresentes y, durante años, tan en segundo plano. Y, sin
embargo, qué paradoja, en esta bendita tierra el primer pregón de nuestra
Semana Santa lo proclamó, en 1969, una mujer, una poeta que sorprendió al
mismísimo Juan Ramón Jiménez: Pilar Paz Pasamar. ¿He dicho algo?
No
se confundan. Estas semblanzas no hacen apologética feminista, no se trata de
eso. Estas semblanzas, como tales, recogen, descubren, valoran y destacan la
labor que durante décadas y, por lo que uno experimentó, hasta hace unos años,
tuvieron nuestras abuelas, madres, tías, hermanas, amigas en un terreno
notoriamente masculino y que hoy, gracias a Dios, podemos mirar desde estas
letras con una sonrisa por el tiempo superado.
Ellas,
siempre ellas. Si Dios se fijó en una mujer para que sirviera de ejemplo de
fortaleza, de sufrimiento, de amor, de vida, y nosotros la vestimos como una
reina y la queremos como a una madre, ¿cómo no escribirles estas sencillas
líneas de admiración?