Vuelven
a repicar las campanas de mi barrio que, para mí, suenan como ninguna con ese
aire ligero y despreocupado. En el campanario, Manolito el sacristán —mitad empleo,
mitad sobrenombre—, que creo que lleva en La Pastora desde la fundación de la
hermandad de esa virgen de la coqueta
sonrisilla, las voltea incesante y contempla, como nadie puede hacerlo, una
plazuela que es enseña de un barrio y, digámoslo, de toda una ciudad.
En
casa, desde temprano para ser el día que es, un aroma que describe el delicioso
amargor de un café recién hecho se enreda con aquel otro de pan tostado en la
misma hornilla. Esa deliciosa, tosca y efectiva herencia culinaria. En la
habitación, el traje de chaqueta luce como el de un torero la tarde de su
faena. Imponente, impecable y con la venera de la hermandad, lustrosa de Tarni-Shield
hasta el deslumbramiento, colgando de la pechera cogida en la misma percha.
De
fondo, los graves, lentos, indudables hierros que penden de las torres de la
Iglesia Mayor se unen, como haciendo hincapié, a los pastoreños y, desde la
habitación de mis padres, débil pero incesante, se aprecia aquel otro que suena
vivaracho y melódico desde las alturas de la capilla del Cristo Viejo.
¡Campanas!
¡Campanas! ¡Campanas!
Me
imagino las huecas y tan inéditas para media Isla que llaman desde La Ardila.
Yo tuve la suerte de poder oírlas en el primer víacrucis de la hermandad de
Humildad; y en el primer, y no tan solitario como se preveía, Rosario de la
Aurora de su Virgen de las Penas; y en el primer Domingo de Ramos en el que
aquel barrio tan machacado se mostraba orgulloso al resto de la ciudad en la
imagen abatida y, a la par, poderosa de su Cristo.
¡Campanas!
La Isla entera, mientras aún se frotaba los ojos en aquella mañana recién
despertada, era un redoblar de metales en sus cuatros puntos cardinales.
En
la Casería, otrora apellidada de Ossio, la algarabía se confunde con la
Paz de la bahía que la mira de frente. El sonido de gallos en las huertas
cercanas, el inconfundible olor a vaquerizas que la lindan, el silencio
perturbado por los parroquianos que van en busca del néctar negro, con leche, manchado
o cortado, o del carajillo mañanero…, su cotidiana armonía, se ve alterada por
la incesante llamada de los bronces de la espadaña de la breve casa donde
encontrar el eterno Perdón de Dios.
En
la Bazán, todo parece estar hecho artesanalmente. Sin estrépitos, sin excesos,
como quien saca del armario un humilde vestido y, sin embargo, luce con orgullo
y con Amor de traje de los domingos. No sé si me explico. Y en su
sesentero corazón, en esa humildad de techos abombados y compartidos con el
antiguo economato, laten sus aceros con delicadeza de fina melodía. Mientras, un
autobús sale vacío hacia el pueblo.
Por
las calles que se desperezaban, como el esteraje que nos circunda, un
murmullo por sus caños empedrados. Corbatas y vestuario para la ocasión, perfumes
y ese inconfundible y femenino olor de maquillaje. Una trémula impaciencia de
pasos que circulan sin prisas ni pausas hacen eco en el paisaje. Es ese domingo
que se vislumbra como meta para terminar aquello que deseamos empezar, o para
empezar aquello que no queremos que termine, no sé. Es Domingo de Pasión.
La
Isla entera es un campanario que anuncia besapiés y besamanos, que avisa de la
cuenta atrás de una cuaresma y proclamará en un ávido reencuentro entre las
sensaciones y los versos un pregón para las emociones y los sentidos. La Isla cofrade,
que es casi como decir La Isla entera, será un bullicio de gentes agolpadas en
las puertas de los templos haciendo caso a aquellos hierros que citaba que la
reclaman desde sus espadañas. La Isla entera será un hervidero de impresiones,
de miradas embargadas, de pulsos acelerados, de tradiciones familiares en torno
a hermandades… La Isla entera que casi es, en esta exageración mía, toda La
Isla cofrade, deambulará hasta que la tarde se haga noche y los últimos
fervores se acerquen, con las prisas de un anciano, a la punta de los dedos de
su devoción de siempre.
Esto
ya está aquí, será la frase estrella cuando el día se halle reposando en el
velador de algún bar, en la última reunión de la jornada, cuando las piernas
nos compriman resentidas y el ánimo tenga ya la calma de quien se ha duchado
tras un largo día de trabajo.
Viviendo
lo que vivimos, estamos entre la metáfora y el sarcasmo, esa hiriente ironía,
pero es así. Hoy es, sí o sí, como anunciaba en mis últimas semblanzas con la
Semana Santa, Domingo de Pasión. Un Domingo de Pasión que no lo parece; que ya
iba a no parecerlo desde que nos enteramos que este año el pregón quedaría
huérfano de garganta, que no de palabras. Un Domingo de Pasión confinado en la más
íntima reflexión.
Hagamos
bueno este Domingo de Pasión, al menos hasta donde la situación nos permite, y besemos
a aquellos por los que solemos pedir cuando visitamos a nuestros titulares y,
ahora, tenemos más cerca que nunca. Acerquémonos a las llamadas de nuestros
mayores, a los que muchos tenemos lejos y a los que, aún teniéndolos cerca, no
podemos ir a abrazarlos. Hagamos bueno este Domingo de Pasión, y seamos
pregoneros del amor al prójimo con una inusitada solidaridad a la que nos hemos
visto abocados por las circunstancias. Hagamos bueno este Domingo de Pasión
mientras soñamos, por qué no, con el del año que viene.