OPINIÓN: «Semblanzas cofrades (III): Bares, ¡qué lugares!» – ‘La trastienda’
Fueron Gabinete Caligari quienes, allá por los ochenta, hizo célebre la frase del título en una de sus populares canciones. Toda una oda a esos lugares de encuentro donde lo mismo te liberas del estrés cotidiano que cierras un trato. Y es que un bar, así, en general, siempre se asocia a bienestar, a conversación, a relajo.
Las semblanzas de esta semana se van de copas. Y es que La Isla, este pueblo que ha hecho de lo cofrade una forma propia, una manera de vivir intensa, ha sido pródiga en lugares de distensión cofradiera. Rincones —qué me gusta esa palabra— que fueron referencia para la reuniones, charlas casi monotemáticas y la reinvención de las actividades cuaresmales más allá de las cultuales, incluso allende esas fechas.
Hoy ya no son tantas. Otrora, si uno echa la vista atrás, la cosa era bien distinta. Hubo un tiempo, y me remonto a finales de los noventa, donde había dónde elegir. Si bien, antes de estos refugios, ya existían otros como la Gran Vía, la Sacristía, Casa Naca o la que se anunciaba como «la esquina del Lunes Santo», el horno Colón. Si bien este último no era lugar expresamente habitual.
Hoy la abacería La cañaílla o el pub La cerería sonlos herederos de aquellos establecimientos que hicieron las delicias de cuantos tuvimos la oportunidad de frecuentarlos, y es de agradecer que no se haya perdido la idea. Diría que el germen de estos rincones que hoy recordamos fueron aquellas tertulias de almohás en las extintas peñas de cargadores. Asociaciones algunas que, buscando un sustento económico distinto, favorecieron esas actividades extracuaresmales que decía: la de Nicolás Carrillo, la ACI, la aún bullente de la JCC… Quizás, lo que dé razón a esta sugerencia lo encontremos en que algunos de sus artífices fueron o estuvieron vinculados de forma muy estrecha con la carga.
El primer rincón que conocí, casi de casualidad, fue uno en la calle San Diego de Alcalá, la Asociación Cultural Cofrade La trepá; dirigido por dos hermanos Antonio y mi recordado Julio; aquel mastodóntico cargador del Nazareno al que también se le podía ver en el coso isleño. Al poco, cambiaron su ubicación a la calle Almirante Cervera, en el mismo lugar donde tuvo su sede una de esas asociaciones citadas: la de los Cargadores de San Fernando.
La manzana que comprendía Almirante Cervera, San Servando, Amargura y San Marcos, siempre fue una especie de triángulo de las Bermudas para este quien les habla. Un sitio para perderse mientras degustaba alguna tapa, se conversaba animadamente entre efluvios a incienso y marchas procesionales de fondo mientras, a escasos metros, se oía ensayar a los niños de academia de la banda de la hermandad del Nazareno bajo la batuta del maestro Huertas.
Ya bajo la dirección de Francisco Sánchez Ordóñez, en la segunda parte de su historia, se llegaron a dar unos galardones anuales reconociendo la labor o la trayectoria de distintas personas o entidades relacionadas con el mundo cofrade.
De aquellas visitas guardo aún un recuerdo: un original llavero que, artesanalmente, hacía el citado Antonio simulando el palo (o cargadera) de un paso con su almohada.
Otro lugar de referencia, donde recuerdo las reuniones de una recién nacida cuadrilla de hermanos cargadores de la hermandad de Columna, y la afluencia de otras de solera (y vuelvo a rememorar aquí a la de Carrillo) fue Pasitos cortos, que estuvo en la calle La Herrán y cuyo propietario fue otro reconocido cargador y capataz, Juan Grosso. Precisamente, como ocurrió con La trepá, su situación coincidía junto al antiguo bar Manolo; parada habitual de antiguos cargadores y lugar donde se despachaban no pocos refrigerios durante la Semana Santa.
Sin duda, quizás por antigüedad, por situación geográfica y por las variadas opciones culturales que ofreció a lo largo de toda su existencia, el rincón cofrade por excelencia fue El agüaero. También el que más cambió de dirección comercial, ofreciendo en cada momento una versión particular sin perder, eso sí, su encanto original.
Entrar en El agüaero, fijarse en sus detalles. Desde su mostrador, que simulaba unos artísticos respiraderos, hasta los nombres de las tapas y montaditos en su carta. Este era como el centro de congresos cofrade que nunca tuvo La Isla. Las diversas artes que rodeaba nuestra Semana Santa se daban cita entre sus vetustos muros: la música, la imaginería, la literatura, la orfebrería, el arte floral…, ¡y hasta la política! De alguna forma, aquel lugar tenía un halo de ateneo que, además, le confería cierto glamour. No me lo negarán quienes lo conocieron.
Su ambientación cambiaba según circunstancias, no solo eran marchas, también música de capilla o clásica. Lo dicho. Era la sensación como de estar en el Reform Club londinense.
La zona superior se copó con actos como charlas, presentaciones del propio cartel que editaban, incluso recuperando el antiguo Cesta y punto que antes organizaba el Consejo Local de Hermandades. ¿El premio? ¡Un kit de productos cofrades! Eran los tiempos del trivial cofrade sevillano, ¿lo recuerdan?: ¿Cuántas plumas lleva el capitán de los armaos de la Macarena? ¿Cómo se llama la titular de la hermandad del Santo Entierro? ¡Toma ya! Y en la calle, conciertos de agrupaciones o bandas que caldeaban el ya recalentado ambiente cuaresmal.
Ilustres cofrades fueron habituales u ocasionales de aquellos rincones, por gusto, obligación o tan solo circunstancias como parte de un círculo, el de las hermandades, que les era común. Francisco Matz Candela, Alfonso Berraquero, Manolo Fraga, mis recordados Paco Tamayo y Paco Marchante… Y con ellos, nosotros. Esos que hoy vemos en no pocos casos con nostalgia cómo pasa el tiempo.