Se escuchaba el canto de los
pájaros, alegre, bullicioso… Como si de un Jardín del Paraíso en la Tierra se tratase. Entre el
jolgorio de las aves, repicaban con mesura, pero insistentes, campanas que
llamaban a la meditación; ya fueran las cinco de la tarde o las cinco de la
madrugada, podía escucharse aquel repiqueteo en la calma que, aún hoy, reviste
a La Isla esas
horas del reposo. A pesar de la vida que se adivinaba, entre aquellos muros
reinaba un silencio que solo puede comprender en toda su grandeza aquellas que
se entregaron, por su voluntad, a él.
Las prisas que acontecían en las
calles próximas –de las que eran muy conscientes- eran, si acaso, tan solo un
recordatorio de aquella vida que dejaron hace años. De vez en cuando, subiendo
por la calle Colón, se veían un par de mujeres de cuerpo enjuto, revestidas del
marrón franciscano, sin prisas pero decididas. Era la muestra indeleble de que
esta Isla nuestra seguía bajo el amparo de sus oraciones. En la intimidad de
aquellas paredes blancas de ventanas enrejadas, seguro que no eran ignorantes
acerca de la precariedad económica y laboral de esta ciudad, y de la necesidad
de sus hijos.
En aquella casa de contemplación,
de pobreza adquirida por amor a Dios, de ofrenda de su vida por glorificar la
obra del mismo Cristo, bendecida por la paz que solo quienes se nutren de Él
pueden conocer. Un monumento a la reconciliación para el alma. Convento de Capuchinas.
Entrar por sus puertas, y
respirar esa gracia del Espíritu Santo. ¡Aaah! Qué quietud, qué ensordecedora
mudez, qué gratificante sensación la de saber que existe un trocito de Cielo en
este mundo. Llamar al torno era como si te trasladase a otro siglo; al ser
girado, mientras reverberaba entre las paredes el eco del saludo –Ave
María Purísima”-, podía sentirse una bocanada de aire sin viciar: Limpio,
fresco… Que procedía del interior del claustro. La voz aterciopelada -¿por qué
será así?- de la religiosa que atendía la llamada del timbrazo, al que solo
interpelabas una vez pues parecía que era sacrilegio irrumpir en aquella
reserva, conminaba a responder de igual forma: “Sin pecado concebida”.
Mieles y jaleas, rosarios,
escapularios, recordatorios y jaculatorias, donativos desde la bondad y el
cariño, reflejo de ese espejo, sostenían su pobreza admitida.
Me han dicho que ahora quieren
reubicar a las Madres. Que el beaterio de Constructora Naval lo quieren cerrar,
dicen, porque la Orden
en San Fernando no encuentra nuevas vocaciones. Me han comentado que las monjas
de la clausura han hablado, que no quieren irse, que su edad no es impedimento
para nada. Me han chivado –aunque de esto no me extraño-, que hay quienes no
les importa el devenir de las moradoras del Monasterio de Nuestra Señora del
Rosario. ¡Que para qué sirven!
Para qué sirven…
En este mundo, donde lo insano
campa como el diablo entre calderos, faltan quienes eleven la mirada a lo Alto
y rueguen sin pedir nada a cambio. Que pidan. ¿No es eso lo que nosotros
hacemos? ¡Suplicar! ¡Mendigar un milagro cuando el agua nos llega al cuello! O
no… Puede que seamos…
–
¿Incrédulos?
–
Orgullosos,
hermano. Orgullosos.
Pues ni un trozo de pan para el
necesitado de cuerpo, ni una plegaria por el menesteroso de espíritu faltaban
en su mesa.
Toda la vida -¡Toda la vida!-,
pisando la humildad con hábito franciscano estos adoquines de cañaíllas, y
ahora resulta que puede que todo quede en un pasaje más de la historia de esta
ciudad.
Pues a mí se me encoje el corazón
al pensar en una posible partida que ellas, como bien dicen, será designio
divino. Pero yo me resisto a creer que sus puertas queden selladas, que falten
tras sus cerrojos. Semana Santa, que no se abran los tragaluces para adivinarse
emocionadas miradas, tapadas por el deber de su recogimiento; salmos que son
capaces de callar a todo un pueblo, y que no hay banda que mejore su
repertorio. Triste se quedaría mayo sin ver a la Virgen de la Trinidad salir coronada
de flores desde su capilla.
Huérfanos nos quedaríamos después
de más de un siglo señalando con toda la familiaridad del mundo que las niñas de las Carmelitas entraban por la calle la de las Capuchinas. Que cuando
llegues a la esquina de la calle de las
Capuchinas, ahí te espero; que cuando
cojas por Capuchinas, todo recto, llegas hasta la Plaza; que en
Capuchinas me planto el quince de
agosto para ver pasar a la
Pastora. Queen
Capuchinas a las diez.
¿Hace falta decir más?
¡Ay, espadaña de Capuchinas! ¡Ay,
gorriones de su patio! ¡Ay, quietud, quienes te conocieron! ¡Ay de La Isla, que no dejará de
mencionaros aunque pasen los tiempos!