Opinión - La trastienda

OPINIÓN: “Lágrimas por Gabriel” – ‘La trastienda’

Recuerdo
cuando era presidente del Grupo Joven de mi hermandad del Ecce Homo, hace ya
veinte años, que cuando escribía mis artículos para el boletín cuaresmal solía
exponer sobre el patrimonio humano de las cofradías; de lo necesario,
imprescindible y más valioso aún –por supuesto– que cualquier otro material,
por muchos millones que estos valiesen. Sin duda, a las hermandades las hacen
sus hermanos, no los bordados ni los cincelados. 

A
las hermandades, su razón de ser, las hacen no solo los motivos por las que
nacieron, sino aquellos otros que, con los años, se han ido incorporando a su
idiosincrasia. Es un signo de que estas van con los tiempos y no, como piensan
algunos, que se han quedado estancadas. No, lo siento. No se han quedado
oxidadas. A las hermandades las hacen ser lo que son esa necesidad adquirida de
tomar para sí lo que la sociedad ya no sabe expresar, como la caridad. Sí, sí…
La caridad hoy día, dicha como tal, hay quien se la puede tomar como un
concepto arcaico de lo que ha pasado
a llamarse solidaridad. Arcaico y
hasta denigrante, fíjense.

Cuando
ingresé hace unos meses como Caballero Hospitalario, pude comprender que la
caridad –el motor básico de esa Real y Benemérita Institución a la que me honro
pertenecer– es un concepto tan amplio como el propio ser humano entienda.
Caridad no es solo dar una limosna, un kilo de productos comestibles o
apuntarse a una ONG; no, no es solo eso.

Hace
unos días, en este mismo medio, leí una noticia que, no es que me sorprendiera,
pero sí caló en mi pensamiento. Mi admirada hermandad de los Afligidos, con un
simple gesto, con un acto –a priori– tan poco relevante como colocar en su paso
una vela con un pez, en recuerdo del pequeño Gabriel Cruz, pretende que todos
lo recordemos. Pensé en lo cariñoso del hecho; me hizo sonreír, lo reconozco.
Una sonrisa compungida, una sonrisa conformista, una sonrisa que tenía la
imagen de una cara risueña de un niño. Sí, me hizo sonreír. Era una sonrisa
doliente, pero  llena de un sentimiento
de paz tal, que inundó la pena de esperanza.

Es
cierto. Poner velas no devuelve a los que se fueron. ¿O sí? Porque los que se
fueron quedan, así, grabados en el pensamiento, en el corazón y en esa lumbre.
Quizás aflicción y amargura representaban, mejor que idóneas, aquellas miradas
que, en los medios de comunicación, anhelábamos encontrar el final feliz que
nunca llegó; la ilusión truncada, los ánimos desvaídos, la rebelión del alma
que clamaba justicia ante el desgarrador suceso. «Querido pececito –escribí atribulado en el diario Sevillainfo, donde colaboro. Ahora, nada». Esa sensación trágica de que
todo había terminado, me llevaron a escribir con rabia inusitada. Normal.

 

Tuvo
que ser una mirada a mis más hondas raíces –a las hermandades de mi tierra–, la
que me devolviera, de alguna forma, aquella calma interior de mi alma
desasosegada que, como padre con hijos de la misma edad que Gabriel, no cesaba.

En
estos días, tan próxima ya la Semana Santa, con un Domingo de Pasión que llama
a las puertas de las emociones cofrades, que ilusiona y da sentido a tanto
trabajo callado, esa escueta noticia me pareció, sin lugar a dudas, el más
interesante estreno para los días que se avenían. Será la tarde de un Lunes
Santo, quizás puede que también la de un Domingo de Ramos, la de un Martes, un
Miércoles, un Jueves o Viernes Santo, quién sabe, la que recuerde, por caridad,
la memoria de Gabriel Cruz. Por caridad, sí. Porque la caridad consiste en eso:
en no abandonar, en no olvidar.

 

Serán
las lágrimas de una vela la tarde del Lunes Santo, de las más hermosas que, en
esa jornada, se puedan derramar.