Opinión - La trastienda

OPINIÓN: “El Cartel” – ‘La trastienda’

Echaba un vistazo a las redes, como todos los días, preguntándome si habría algo nuevo que me sorprendiera o, cuanto menos, que no me inoculara el virus de la desidia a la que esta no está mal acostumbrando.

Bajaba con el ratón del ordenador -con más pasividad que ímpetu-, cuando me detuve, casi por casualidad, en una imagen; la noticia que aparecía bajo ella, apenas unas líneas que no abarcaban más allá de detallar un poco y nombrar al negocio que la publicitaba y a su autor, daba pie en ese momento a considerar la pechá de carteles cofrades que se han publicado en esta Cuaresma (y la de pocos escaparates que hay en La Isla).

En realidad, la fotografía ni siquiera me resultó llamativa; si hacía odiosas comparaciones, quizás podría decir que <<era aparente>>, que pasaría, con todo el respeto, por ser un buen cartel anunciador de la Semana Santa de Zamora. Sin embargo, esa estampa que aparecía en un sobrio gris tenía un mensaje oculto. Seguro que otros ya se dieron cuenta pero, hasta que no reparé bien en ella, yo no lo vi; puede que algunos de ustedes tampoco se hayan fijado. Entre aquellos claroscuros que reflejaban, incluso, una escena atemporal y sin ubicación precisa de una mirada que parecía perdida, hallé un detalle minúsculo, casi imperceptible y, si me apuran, invisible para el público: una lágrima.

Sí, sí. ¡Una lágrima! Y si se hace caso al popular dicho de que una imagen vale más que mil palabras, este era el mejor ejemplo que podía encontrar. Una sola gota de salada humanidad que, con tan solo asomarse, era un pregón por sí misma.

Yo, cofrade desde que tengo uso de razón, he visto llorar a muchos en esos días de emociones a flor de piel que, qué quieren que les diga, por las circunstancias o el momento me parecían llantos de telenovelas; lágrimas de culebrones para ocasiones especiales. Sin embargo, aquella solitaria esencia clamaba a pesar de su menudez.

A todo esto, en tanto no apartaba los ojos de aquella visión, esta me hizo reflexionar sobre un hecho acaecido un día antes en Sevilla, donde resido. Frente a las puertas del ayuntamiento hubo una concentración que protestaba por una propuesta que representantes políticos llevaban al pleno para su aprobación, por la cual solicitaban, entre otras, retirar del nomenclátor de la ciudad los nombres dedicados a la causa religiosa. La respuesta del pueblo no tardó en hacerse escuchar, primero a través de Facebook y Twitter, después en la mismísima calle, en la cara de los impulsores de tal proposición que, para su decepción, no fue aprobada.

¿De verdad molesta tanto el hecho religioso? ¿En serio es incompatible con esta sociedad alterada, amorfa, demagógica, de dobles raseros, convivir  con la tradición de nuestras raíces cristianas? Y no les digo cumplirlas, sino coexistir junto a quienes sí las observan. Seamos coherentes antes que irreverentes; seamos conscientes antes que intolerantes.

Esa lágrima a la que me antes me refería, que remonta el muro de nuestro orgullo y es capaz de escapar, refleja el sentimiento; ese que compartimos todos por el simple hecho de ser personas. Esa mirada que permanece fija, representa el encuentro consigo mismo. Hay quienes no lo entienden porque consideran que la fe es adorar un trozo de madera; otros porque la consideran un anclaje para el crecimiento de la razón; algunos por simple desprecio; la mayoría por mero desconocimiento, y todos tienen derecho a no creer.

Es muy difícil expresar, arguyendo al cartel, qué es revestirse con la túnica –pero de verdad, no para hacer un absurdo paripé-; es prácticamente imposible revelar porqué eso no es sino un acto con el que reconciliarnos; pero más difícil es hacer entender que si existe, como decía, ese derecho a no creer, también está el de defender nuestro credo. A eso se le llama respeto.

Podría entrar en más consideraciones y, lean lo que les escribo, hasta desconsideraciones, pero prefiero dejarlo en esa última frase del párrafo anterior.

Ahora deténganse un momento en la imagen, observen esa pincelada que detalló Antonio Quintero Bozo, su autor. Abogo por una frase que ya he citado en algún otro caso relacionado: tú no lo entiendes y yo no sé explicarlo.

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