Cuando suene el llamador
El sonido del llamador enmudece otro año. Dicen que bastantes golpes nos estamos llevando; que ya está bien con esos que, lejos de levantar los cuerpos, los deja postergados, cargados, eso sí, con el peso de otro madero que también tiene que ver con el sufrimiento.
Pero soy cofrade y, como cofrade, nostálgico. No puedo evitar llevar dentro de mí la ilusión, las ganas, de escuchar el sonido seco, tajante y, aún así, melódico del llamador, del martillo, sobre la mesa de un paso. He vivido la emoción bajo los palos, esa que te tensiona cuando tu cuerpo se aferra a la madera como si la madera fuese parte de ti y esperas con los pies clavados en el suelo, con las manos asidas al travesaño que está ante ti, con la mirada fija a ningún punto en concreto, el tercer toque y aquel ¡al cielo!
Al cielo… Más que nunca cobra sentido esa expresión que es una oración con que la debilidad humana pretende ser cohorte celeste que sube en una nube a las devociones del pueblo. ¡Al cielo! Y otra vez, este año, las voces quedarán mudas y los momentos huérfanos, tanto como quedaron aquellas voces y aquellos momentos que desde hace un año se perdieron con los que se fueron. Llamadores de duelo que guardan silencio.
En la memoria, mi gente. Esos que me enseñaron desde pequeño a tomar conciencia de que aquella túnica de capa roja era una forma de tener esperanza, de superar los padecimientos, de superar el peor de los remordimientos, de creer más allá de cualquier duda de mi pobre entendimiento. Mi gente. Esos a los que aún escucho, con los que aún hablo, por los que doy gracias a Dios por dejarlos a mi lado y aquellos, a esos también, a los que ya solo puedo abrazar en recuerdos. Probablemente, también tu gente.
Dicen que la Semana Santa que viene será como la Semana Santa pasada: de ganas aguantadas. No voy a ser más papista que el papa. El andaluz es así y vive la Semana Santa con el ímpetu de la piel erizada; levantada por los vientos y las percusiones, por el trabajo bien hecho bajo unas andas, por esa conjunción tan difícil de explicar, como si un físico le explicase a un niño la teoría cuántica, cuando se unen lugar, música y devoción y las palabras se quedan ahogadas en un nudo en la garganta. No puedo decir, aunque en mi interior lo sepa, que la Semana Santa será sí o sí. Porque será, sí o sí, pero será como cortarle a un ave una ala. No solo enmudece el llamador, no solo callan las voces de los capataces, no solo quedarán guardadas las túnicas en señal de respeto, no solo permanecerán apagados los cirios, no solo no veremos almohadas bajo los brazos de sus cargadores, no solo no habrá bulla en las esquinas ni caminatas impacientes por los callejones, no solo no habrá un pregón: ¡este año habrá pregones! Uno por cada hermandad y de cada hermandad uno por cada uno de sus hermanos, de los devotos, que se fueron; por los que se fueron porque era su hora y por aquellos otros que, a traición, se durmieron en lo eterno.
Pero volverá alguna vez a oírse el sonido, la poesía hecha toque, de un llamador. Y habremos dejado atrás aquellos golpes que decía que nos dejaron en desaliento. Y aquella oración breve del capataz mientras mantiene alzado el martillo mantenido como en un suspiro, acordándose de los que ya no estarán y dando gracias por los que estemos, vibrará como tallo en las ánforas de un palio: ¡¡Al cielo!!